(Filiford silensis) Fortunascadente

Aún hoy un lecho cristalino de cualquier río de los Alpes contiene más de un centenar de Filiford silensis. Un golpe de vista profana no descubre ni uno. Sin embargo, la mirada de un biólogo, un marinero, un avaro, un censor o de cualquier persona acostumbrada a reconocer un detalle de una vastedad, se encuentra que el cauce del río se mantiene por la abundancia del Filiford silensis. Uno de ellos, al caer al cauce, se multiplica. Como mucho existen tres en el mundo, pero su número se cuenta por los reflejos. Se refleja en cada gota, idénticas en el curso del mismo río, el mismo a kilómetros de distancia y simultáneo.
Su vida, eminentemente larvaria permanece durante tres meses y medio recopilando materiales en los que ocultarse. Desprotegida, la larva de fortunascadente construye una comunidad de entramados organizativos que evitan, por todos los medios, modificar el cauce del río. Unas partes de los escudos de unas protegen a las zonas más vulnerables de otras.
Según una leyenda que se atribuye a Apolonio de Tiana, de esta larva los lacedemonios pudieron desarrollar la idea para sus técnicas de combate.
Fueron apreciados en la antigüedad por su preferencia para seleccionar plomo y metales pesados que arrastraban las corrientes para la construcción de su camuflaje.
Una vez llegadas las corrientes alquimistas en la segunda mitad del XIII, junto a los primeros casos de peste negra, se pensaba en que esta larva que permanecía 103 días en el agua y salía del cauce para respirar 103 veces, una imagen de la sublimación de la vida.
En un libreto de Giambatista Marino (pleno s. XVII) se habla de la importancia de la fortunascadente que hace acopio de lo más pesado de la corriente para que esta no se lo lleve.
Luego llegaron los botánicos y clasificaron al Filiford silensis con los tricópteros. Hasta ahí parece haber llegado el aprendizaje humano de este animal que produce seda una ligera seda para sostener su casa y conservar el mundo tal y como era antes de que él llegase.
Al terminar su estado larvario ocurre un efecto óptico impresionante. Todo el río parece empezar a volar. Los millares de reflejos que el fortunascadente produce en la superficie del río eclosionan a la vez. La larva se desprende del escudo y se alza apenas unos centímetros por encima de la superficie, elevando, a la vez, la superficie. Los reflejos arrastran consigo el agua, que levita y crece. Al final de la tarde, el agua se ha separado apenas una fracción de centímetro del cauce, que permanece seco si el día es cálido. El río entero fluye, en este momento, por encima de su lecho natural y toda la vida permanece suspendida, arrastrada, sobre una imagen. Entonces, al llegar la noche, el fortunascadente muere y el cauce vuelve a mojarse y las larvas continúan con su trabajo de protección.

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